martes, 2 de octubre de 2007

El monstruo


Cuando el autobús se acerca, cuando estás sentado en un banco verde esperándolo, cuando estás apunto de convertirte en un monstruo.

Pasan por tu cabeza los conocimientos inservibles de trivia que has guardado por años, y las libretas a doble raya, la medalla del escuadrón de paracaidismo de tu padre que perdiste en una exhibición de memorias perdidas y cromos inexistentes del valor familiar. El tiempo no está de su lado, el de todos ellos, pero tampoco del tuyo, mucho menos del tuyo, pronto te convertirás en un monstruo, pero aún así sigues esperando el autobús, aún sabiendo lo que va a pasar. El sol se mete entre los árboles y tú te vas a transformar en otra cosa, a lo mejor en lo que eres en realidad, y esperas pacientemente, a que el autobús llegue y las llantas nacidas para ser parte de un transporte de carretera se detenga a tu lado con el rechinido que ya conoces. Tienes preparado en la palma de tu mano el pago en metálico, el viento de verano tardío mueve los lunares de tus brazos y hace parecer casi épica la travesía de tu cabello engañosamente rojizo través de tu frente. Ves bien a los pasajeros mientras subes los pequeños escalones del trasporte, lo sientes mucho, de verdad que sí, pero te convertirás en un monstruo y masticaras los lentes de pasta gruesa de aquel señor con el sombrero gris ladeado a la izquierda, y devorarás a la niña de calcetas rojas, y le quitaras ese aire de cachorro perdido a ese chico junto a la ventana antes de escupir uno de sus mocasines del color de las moscas que reposan en los panteones italianos. Sabiendo todo esto avanzas por el estrecho pasillo mientras la puerta se cierra secamente detrás de ti, lo sientes mucho de verdad que sí pero no lo puedes evitar, que no crean que te causa placer, porque cuando hallas acabado con todo, bajaras del autobús, te sentaras en una banca verde a llorar, esperando al próximo.